Cuando se van las mariposas

Cuando las mariposas se van

“¿Y por qué demonios tengo que ir yo?”, preguntó ella, claramente irritada.

“Es una cena en un hotel. Ni modo que me presente solo”, respondió él, “Vamos, no será divertido pero la comida es buena…”.

“Está bien”, resopló/contestó ella y colgó la llamada.

Para él era normal. Después de un día de trabajo, a su esposa le gustaba sentarse en el sofá, platicar con sus amigas en las redes sociales y ver algo de televisión.

Llegando él podían cenar, conversar y, dependiendo del humor, mandar a dormir a los niños e irse a la recámara para una noche entretenida.

No siempre había sido así.

Cuando estaban recién casados y ambos sentían mariposas en el estómago cuando se veían, había poca conversación y muchas escapadas a la recámara.

Con el tiempo y los hijos parecía que ambos necesitaban más tiempo para dejar atrás el trabajo y poder pasar al “modo familia”.

¿Qué había pasado con esa urgencia, manos sudadas y pasión desbordada?

Todavía había chispazos de vez en cuando, pero con el tiempo se iban haciendo menos.

Parecía que ambos estaban un poco más viejos y un poco más cansados pero, ¿quién no lo estaba?

Ella abrió la puerta en cuanto escuchó el automóvil. Sería solidaria en la cena pero no le gustaba salir con la gente de esa oficina.

Se sorprendió cuando su esposo bajó con su hermana.

“¿Qué haces aquí?”, preguntó.

“¿No sabías? Me contrató tu marido de niñera y ya sabes que salgo cara. De preferencia lleguen hasta mañana, así me dejan dormir”, contestó su hermana y siguió de largo.

Diablos”, pensó. Era común que algunas reuniones se alargaran hasta la madrugada. No pensaba aguantar tanto.

“No pienso amanecerme con una bola de borrachos”, le advirtió.

“No te preocupes. Si se ponen muy pesados te llamo un taxi”, contestó el, evitando ver la mirada fulminante de su esposa.

“Te ves muy bien”, le dijo él cuando ya iban de camino al hotel.

“Tú también”, contestó ella sin mirarlo.

Espero que las cosas salgan bien”, pensó él. Sería bastante incómodo si se enojaba más.

El viaje transcurrió en silencio, a pesar de los intentos de él por entablar conversación.

Al llegar al hotel el valet le abrió la puerta a su esposa y tomó las llaves de auto.

No era de 5 estrellas pero era cómodo y era el preferido de ambos por la cocina.

A diferencia de otros hoteles más vistosos, el lobby de este tenía una iluminación tenue y parecía lleno de columnas y grandes macetas que le daban un aire de intimidad.

La acompañó a un sillón del lobby y, sin preguntar, se alejó para asomarse al restaurante. Cambió unas palabras con un mesero y regresó.

“Tendremos que esperar un momento”, le dijo, “Te traeré una bebida”.

Vaya, al menos le atinó a algo”, pensó ella.

A veces, La puntualidad de su esposo para esos eventos era molesta.

Siempre eran los primeros en llegar a todos lados. Aunque eso les daba un tiempo para conversar y ponerse al día, había días, como éste, que nada más no.

Ya con un trago en la mano, comenzó a relajarse, aunque no mucho.

Después de unos minutos de silencio, un botones se acercó y susurró algo al oído de su esposo.

“Ya está lista la mesa”, le dijo y la ayudó a levantarse.

El mesero los condujo no a una mesa larga con muchas sillas, sino a una pequeña mesa redonda, con una sola rosa en medio.

“Pero…” comenzó a decir.

“Te dije que era una cena. Tú fuiste la que pensó que era de trabajo”.

Ese era el momento que él estaba esperando. La cara de confusión de su esposa pasó a un momento en que parecía que se convertiría en furia pero solo fue un instante.

Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro unos momentos después.

“Pudiste haberme dicho”, le dijo.

“No podía perderme tu cara. Lo bueno es que sonreíste. Habría sido un poco incómodo si te hubieras ido echando pestes”, contestó él.

La risa de su esposa terminó por alejar las inquietudes que le quedaban.

“Pedí el vino que te gusta. Ya ves que tu hermana dijo que no llegáramos hasta mañana”.

“¿Sabe que estamos solos?”, preguntó.

“No. Piensa que estarás de malas toda la noche y no quiere que la despiertes en la madrugada para quejarte de mí”.

Otra vez la risa.

Sí, ya no había mariposas en el estómago y ya no le sudaban las manos al verla.

Sin embargo, había algo mucho más grande, una conexión que no había sentido nunca y que llevó años en forjarse.

Las miradas, la complicidad, la ilusión de convertir una cena en una cita inolvidable… Todo lo que hacía que vivir en pareja valiera la pena.

Sabía cómo terminarían las cosas y lo esperaba con ansia. La noche, despertar abrazándola y regresar a casa al siguiente día, tomados de la mano.

¿No es mejor que sentir mariposas en el estómago? ¿No es de lo que está hecho el amor?

 

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